La intención es una capacidad que nos permite dirigir conscientemente nuestros actos y pensamientos hacia un objetivo.
Para ello el cerebro prepara los mecanismos necesarios que permitan ejecutar la intención.
Sin embargo, cuando estamos realizando la intención se activan mecanismos involuntarios que impiden la ejecución de aquello que pretendíamos.
La meditación es un ejemplo de ello. Nos sentamos con la intención de observar la experiencia de la respiración (por ejemplo) pero, involuntariamente, se activan recuerdos, imaginaciones o sensaciones que nos distraen, impiden la intención y nos apartan del objetivo perseguido.
Esto no sólo ocurre en la meditación, sino en cualquier tarea de la vida cotidiana.
Un estudio publicado por la universidad de Harvard mostró que cuando estamos realizando una tarea que consideramos difícil (y que por tanto requiere más atención) se activan con más intensidad los mecanismos involuntarios.
Perdemos el control de la intención. Sin embargo, cuando hacemos algo que consideramos fácil tenemos más capacidad de controlar la atención.
En la meditación este fenómeno cerebral es muy evidente: al principiante le cuesta más mantener la atención y está más sujeto a lo involuntario. La práctica de la meditación es un refuerzo de los mecanismos cerebrales de control de la intención (para la meditación y las tareas cotidianas).
Realizar prácticas que nos permitan reforzar los mecanismos de la INTENCIÓN suponen un mayor control consciente sobre la dinámica cerebral y, con el tiempo, reduce la emergencia de estados involuntarios.
Cuando se activan los mecanismos involuntarios, el cerebro adopta una dinámica errática, desordenada, sin rumbo.
Sin embargo, cuando perseguimos una intención la dinámica neuronal es más estructuradas.
Pablo d’Ors lo expresa muy elegantemente cuando dice que la meditación transforma a un vagabundo en un peregrino.
Referencia científica: Seli et al. Psychological Science 1-7, 2016
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