jueves, 28 de agosto de 2014

"Le pido a Dios que me libre de Dios"



“ Le pido a Dios que me libre de Dios”. Esto es lo que le pedía a Dios el maestro Eckhard, uno de los místicos más grandes de la Iglesia. Este hombre, nacido en 1260 (en Alemania), fue un dominico que enseñó en la Universidad de Paris. En 1326, el arzobispo de Colonia lo procesó por sus enseñanzas. Pero el místico dominico se sometió de antemano a la decisión que pudieran tomar contra él. Viajó a Avignon para defenderse, pero antes de poder presentar su defensa, murió inesperadamente.

Es que el tema de Dios, que debería servir para unir a los humanos, con frecuencia sirve para todo lo contrario. A Dios nadie lo ha visto ni lo puede ver (Jn 1, 18). Por eso cada pueblo, cada cultura, cada religión y cada individuo "se lo representa" como puede. O como le conviene.

El problema no está en que cada creyente se invente "su propio dios", sino que después se relacione en su vida y su conducta con esa "representación de Dios" que ha hecho. O que le han impuesto en su ambiente religioso. Y a esa "representación" de Dios, la identificamos con "Dios mismo". Y aquí es donde empieza el peligro, que intuyó el maestro Eckhard.

Hay zonas de nuestra vida que las explicamos a partir de una “presunta” voluntad de Dios, y las hacemos absolutas, intocables, indiscutibles. Como es lógico, detrás de posturas tan férreas, tan intransigentes, tan agresivas e intolerantes, está un "dios intolerante", quizá un "dios violento". Por eso, las posturas más irracionales suelen ser, en el fondo, posturas profundamente religiosas.

A veces, al ver cómo hablan algunas personas, me pregunto: "¿En qué Dios creerá este hombre?" Porque no me cabe en la cabeza que Dios, que es el Dios-Padre de todos los mortales, pueda estar legitimando, justificando, impulsando o promoviendo el insulto, la palabra humillante, la falta de respeto, la dureza de corazón. Por no hablar de la ofensa descarada, del abuso del débil, y de tantas otras situaciones que causan dolor, malestar, división, y otras cosas dan vergüenza mencionar.

Jesús afirma que quien "recibe", "acoge", "escucha" a un ser humano, aunque sea el ser humano más débil, un niño, es a Jesús y a Dios a quien "recibe", "acoge", "escucha" (Mt 10, 40; Mc 9, 37; Mt 18, 5; Lc 10, 16; 9, 48; Jn 13, 20). Porque la dignidad de todo ser humano es tanta que se identifica con la dignidad de Dios.

El Maestro Eckhart supo extraer lo más profundo de las enseñanzas de Jesús: a Dios lo encontramos "en el otro". Lo encontramos o lo despreciamos en "los otros". El peligro y el horror de las religiones consiste en que podemos llegar a "divinizar" nuestros sentimientos más turbios y nuestros resentimientos más bajos. Cuando, en nombre de la fe en Dios, privamos a alguien de su dignidad, o de sus derechos, incurrimos en una auténtica idolatría blasfema. Porque, por defender a "dios", despreciamos y ofendemos al verdadero Dios, el Dios que está en cada ser humano.

Para vivir esto, no basta tenerlo en la cabeza. Es necesario lo que el mismo Eckhard denominaba "el despojo de todo interés, de todo deseo y posesión", que nos aleje del otro, o nos enfrente al otro.

Sólo así superamos la religión para “defender a Dios”, y pasamos a “defender lo humano”, con honradez, respeto y bondad. Que es lo que seguramente quiere Dios.



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